Ángela Irañeta, MIOPE
Calcula la distancia. Coge aire, se echa al suelo, comienza la carrera. Tiene domadas las deportivas y le lleva la delantera a su perseguidor. Nota cómo se le encienden las mejillas y las orejas, el aire que se cuela por el cuello de la camiseta y los vítores de sus amigos. Salta y se sube al banco. “¡CASA!”. Lo grita a pulmón y el eco de alivio resuena por toda la placeta. El que se la para resopla y sigue buscando a quién pillar. “Oye, que no se vale estar todo el rato en casa”, se queja.
Por una vez sí que vale. La calle es para quienes tienen un salvoconducto peludo o un trayecto corto por delante. En casa he probado la vista desde todas las ventanas y he descubierto que no tengo un vecindario. Tengo tres. En una de mis vistas hay un olivo y paz, aunque un par de chavales bailaron algo de hip hop la otra tarde en un acto de rebeldía efímera e idiota. En otra solo hay mininos y ladrillos. Los gatos juegan con el sol, cruzan la carretera contoneándose, miran hacia arriba a las ocho de la tarde sin entender qué ocurre. Desde el balcón, la vista se amplía. Está el jardín en flor preparado para una primavera solitaria y, al lado, un terreno siempre seco, contrapunto de los colores. Enfrente, una ristra de vecinos que aplauden y tienden. Sobre todo tienden. A la derecha, los entusiastas. Ventanas abiertas y todo tipo de celebraciones para llevar mejor el confinamiento. Unas niñas han colgado una pancarta, Isabel “La Navarra” se arranca a cantar jotas, alguien pone La Salve. “Por mucho lejos que esté, Tafalla de mis amores”. Lejos creo que es el cuarto piso. La distancia es relativa entre ladrillos.
Encerrarse se traduce en silencio en las calles, demasiada quietud incluso para un pueblito. El confinamiento suena a pausa, por eso lo rompemos con música, que nos devuelve todas las historias que no podremos vivir en un tiempo. Las canciones son refugio para las memorias, las emociones, lo que es difícil decir de otra manera. Apoyada en el marco, me acuerdo a medias de una tonadilla extremeña y llamo a mi abuela, que vive a tres calles, para que me la cante. “Quítate de esa ventana, cara de sardina frita, que cada vez que te veo, se me revuelven las tripas“. Hablamos de que ahora todos somos un poco sardinas y de que echa de menos pasear con sus amigos. Cada día hace un dibujo del virus como crónica de la cuarentena. La serie cuenta con un autorretrato (peinada y con bolso) huyendo del bicho. Colgamos.
¿Es esto ya un hito? La Guerra Civil de mi generación. Pero en cómoda y sin señor con bigotillo. Y con wifi. Y con un enemigo que debería unir fuerzas en lugar de ser otra baza para sacar rédito político de una situación delicada. Vaya, nada que ver, pero algo habrá que decirle a los nietos. Sí. Esto lo contaremos. Lo del toro que saltó a las gradas, lo del río que se tragó medio pueblo y lo del virus. Es el segundo Auzolan que se vive en Tafalla en menos de un año, solo que en este la ayuda se logra a la inversa: sin salir.
Se presiente el miedo como un transeúnte que recorre cada avenida. Pánico a la enfermedad, a los obituarios, al hundimiento de la economía, a que el panorama político se incline hacia los populismos. Antes de que el temor se instale como vecino suenan las palmas y lo espantan hasta el día siguiente. No sé cuánto tiempo se quedará, ni cómo seremos cuando se vaya.
Mientras, espero y sigo la luz cambiando de cuarto con ella, como un girasol independizado. Algunas de mis amigas quieren hacer planes para cuando salgamos. Yo me apuntaría hasta a un concierto de Camela, fíjate. Y llegaría puntual y todo. Pero hay que esperar a que nos manden a tomar viento.
Esta contienda que nadie ha visto venir dicen que es perfecta para reflexionar. Lo afirman todos: expertos, filósofos, políticos, cuñaos. ¿Servirá? No para pensar en cada ombligo, sino en los agujeros del Estado del Bienestar. En el sistema de autónomos. En los recursos destinados a educación y sanidad. En la privatización de servicios ligada a la merma de garantías públicas. En el otro coronavirus (la cepa Borbón, sin vacuna conocida). En el hecho de que la sostenibilidad medioambiental llega al parar el mundo. En el comercio local que, si se detiene, mata un barrio, un pueblo, una ciudad. En cómo asumimos que la vida fluye sola. En que me estoy poniendo intensa y mira que quería terminar bien arriba.
Para cuando baje a la calle sin prisa tengo un plan condensado en verso. Lo escribió César Vallejo. Voy a “guardar un día para cuando no haya, una noche también, para cuando haya”.
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