Ángela Irañeta
Puntualidad kantiana. Cuando dan las doce y cuarto aparece su figura, con paso lento y firme. Lleva guantes, el pelo rubio bien peinado. Su tez morena habla de años de campo y sol. O de banco y Benidorm. Agita una bolsa de plástico de la que llueven miguitas de pan y les baila un zapateado encima para hacerlas todavía más pequeñas. Se acerca a la fuente y presiona el botón hasta que se forma un charco que refleja las copas de los árboles a medio reverdecer.
Allí le espera una bandada de gorriones que, en cuanto se aleja, se abalanzan a por su aperitivo en medio de una algarabía de melodías agudas. Hoy se ha colado una paloma curiosa en el festín. Él se da la vuelta y se detiene a sonreírse contemplando la escena. Retoma el camino y, despacito, va a comprar el pan para él y sus amigos con plumas.
Es el resumen de cómo actúa toda una generación que ha visto cambiar el mundo por completo. De comer de una misma cazuela, venerar la ropita de los domingos y llamar por teléfono desde la cabina a los filtros de Instagram. ¿Instaqué?. Han sido testigos de una transición aceleradísima a una realidad que los deja al margen con sus recuerdos y opiniones. ¿Y qué hacen? Seguir cuidando. Las heridas con una canción, las dudas con una historia, los enfados con mimo, el huevo frito, con puntilla. Son un pilar para la sociedad que, de tan obvio, se ha convertido en invisible. Pero sin ellas, sin ellos, no estaríamos.
El Gobierno de Navarra [a fecha de 5 de abril] cifra la edad media de las personas fallecidas por la COVID-19 en 82 años. Al principio del drama pareció un alivio que el virus se cebase con quienes “ya habían vivido”. Hoy ese espejismo macabro se ha desvanecido y la pérdida de las personas ancianas duele más y desvela los enormes agujeros de la gestión de las residencias. También que viejitos y viejitas todavía tienen mucho que enseñar.
Ojalá podamos seguir aprendiendo.
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