Por: Endika

El otro día hice gaupasa, empecé bien las ferias. Pero no la hice con gusto, sino a regañadientes, sin beber nada y sin moverme del mismo sitio en toda la noche, es decir, de mi cama.

Y es que vivir en medio del meollo tiene sus cosas buenas y malas. No hay duda de que salir a la calle y pisar adoquín es un lujo: El ambientico de las mañanas; ver desde casa las rondas de gigantes, txistus y jotas; salir al balcón y que el Tafalla Kantuz te cante eso de “Abrid las ventanas que es la amanecida”; la Salve, el Olentzero; levantarte un domingo y bajar a echar el vermú en zapatillas… Sí, eso es maravilloso, pero cuando llega la noche todo se vuelve turbio y pestilente.

Rara vez nos imaginamos lo extraña que se ve una juerga desde fuera. Aun así, soy consciente de donde vivo y lo asumo. Nunca me he quejado del ruido ni de la suciedad, nunca he bajado a los bares lloriqueando y jamás he llamado ni llamaré a “la municipal” para denunciar a un currela.

(Eso sí, no reniego de que si algún día se me hinchan las pelotas caiga algún que otro huevazo o un jarro de agua fría.) En fin, a lo que iba…

Como cada viernes, uno de los bares de abajo procedió a pinchar su clásica sesión de techno desde las 21:00h hasta el cierre, con las puertas bien abiertas en todo momento. Esto viene siendo costumbre desde hace unos meses. Supongo que tras la barra disfrutan más que nadie de esta música, ya que, haya o no gente en el bar, la ponen siempre a tope. Antes era hasta la 01:00, pero ahora es hasta las 04:00 (como debe ser, todo hay que decirlo).

No es que tenga nada contra el techno, pero creo que no hay cosa más horrible que escucharlo a la fuerza mientras intentas dormir. Ese viernes además estaban “de motivada”, porque diría que en tres años que llevo viviendo aquí jamás había escuchado tanto la música de un bar, ¡y no tengo malas ventanas!

Las primeras horas fueron llevaderas, ya estoy acostumbrado. Pero, a medida que el tiempo pasaba sentía como el ¡pum! ¡pum! ¡pum! me iba taladrando la cabeza. Y nos dieron las 10, las 11 y todas esas horas a las que canta Sabina. Por el volumen imaginaba que habría un ambientazo tremendo, por tanto, no tendría nada que objetar ante el gozo de una buena turba.

Pero, levantaba la persiana y apenas se veían cuatro personas en la calle: Dos gritándose al oído para poder entenderse, una de chungazo y otra bailando cual chimpancé disfrutando de una sesión que parecía pincharse solo para ella. Menudo panorama. Si al menos pusieran Oskorri…

Leer o ver una peli era misión imposible porque el txunda-txunda se lo comía todo. Probé a ponerme tapones, a ponerme los cascos con mí música a tope a ver si así, aunque sea, me entraba el sueño. En vano, nada podía con el ¡pum! ¡pum! ¡pum!. Agraciados sean los sordos, somnolientos o porretas que pueden descansar en estas situaciones.

Llegó la mala hostia. Recordé entonces aquellos curiosos titulares que de cuando en cuando aparecen en prensa: “Vecino detenido tras bajar cuchillo en mano amenazando con matar si no quitaban la música”, “Anciana arroja aceite hirviendo a las puertas de una discoteca”… en aquellos momentos esos chiflados me parecían héroes.

Iban llegando las 4:00 y el sueño se me mezclaba con la realidad. Me veía agazapado en mi cama en medio de una discoteca mientras una mara de personajes fumaba, bebÍa y bailaba a mi alrededor, riéndose de mí, gritándome al oído y echándome el humo a la cara. Por fin cerró el bar, pero no terminó mi agonía.

Cuando cierran los pubs, los seres más despreciables hacen su aparición para no dejar a nadie indiferente. Se les reconoce porque gritan como una mula en celo intentando llamar la atención de quien seguramente pasa de él.

No los confundamos con los alegres trovadores de altas horas que cantan bertsos, jotas o demás tonadillas a capela (¡A estos últimos, gloria eterna!).

La cosa es que esa noche había un tonto muy tonto que no me dejó dormir hasta las 5 y pico. Y cuando todo parecía haberse calmado llegó lo peor. La pesadilla de todo oído sensible. La sopladora de los barrenderos y el puto camionico.

Supongo que el día en que compraron ese trasto no se percataron de lo molesto que es ese ruido, ya que, quitando las bombas o los aviones, pocas cosas habrán en el mundo que hagan más ruido.

Una vez dado por aludido, me levanté sin despertarme y me fui al encierro de gaupasa, como en fiestas, pero no con un pote en la mano y una alegre sonrisa, sino con cara de pocos amigos y muchas ganas de desahogarme.

Esperemos que la próxima gaupasa me pille abajo.